Redactado el 13 de diciembre del 2018
Érase una vez un desierto monumentalmente gigante, en el que solo habitaba un cactus. Ocasionalmente, la soledad de aquella planta se veía minimizada por la presencia de aves que llegaban de paso y luego se marchaban.
Las partidas siempre ocurrían con normalidad... exceptuando una ocasión en la que el cactus despidió a un pájaro muy querido; pues todo se volvió triste, al ser la última vez que se verían. Aquella pérdida generó en el cactus mucho dolor, iniciando así largas tardes de recuperación en aislamiento y una eterna soledad.
De pronto, apareció alguien a quien pocos tienen el privilegio de conocer, el ave fénix.
“Oh, fénix, tan divinamente esplendoroso... ¿Qué se hace para lograr imitarte?, No es difícil que nos contagies tu energía, tan solo tu presencia es suficiente para ser compartirla. Agradezco a la vida por traerte a mi camino, e incluso a la divinidad de los vientos, por trazar tu trayecto y conectarlo a mi destino”.
Así cantó el cactus y así te canto yo.
Eres el ave fénix que iluminó mi corazón. Gracias por apoyarme, acompañarme y mostrarme el poder de tu amor.